De palique con Kike 21

(Artículo publicado en revista ‘Ñaque’, Ciudad Real (España); nº 28, febrero 2003)




DE LA MORALEJA AL ESTEREOTIPO, A GALOPE TENDIDO

El duende, inexistente, imaginado, desde el otro lado del encanto roto, se preguntaba desde su nada, si aquel padre, aquel maestro, sería consciente del tan delicado y complejo como magnífico proceso que desbarataba cada vez que, al zarandear a aquel niño, rompía su ensimismamiento como quien aplasta una pompa de jabón. ¿Pensaría quizás que solamente estaba embobado?



No te engañes, Kike, que ande tan resuelto a defender el ensimismamiento no quiere decir que me esté pronunciando a favor de un aula de ensimismados o del tipo ‘aquí que se ensimisme el que quiera o más pueda’; simplemente,  te intento hacer recapacitar sobre el hecho de que estos episodios  donde los niños parecen estar en las musarañas, quizás escondan un proceso vital importante y que, por lo tanto, es posible que la Escuela haya de prever su espacio y momento para ejercitar esa actitud con provecho, dado que, lejos de permanecer embobado, el niño seguramente, cada vez que se traspone está activando una serie de mecanismos necesarios para su desarrollo. ¡Pero no se puede admitir una clase entera con la mosca en la nariz! ¿Dónde y en qué momento situar este ejercicio, pues? En cualquier otra oportunidad hablaremos sobre esto, aunque te avanzo que, a mi entender, en el taller de Teatro. La práctica teatral en la Escuela, es una de las que, de forma ordenada y con cierto método, nos pueden conceder una respuesta y se debe esforzar en darla ofreciendo un espacio adecuado donde el acto del ensimismamiento cobre vida real, creando para el alumno, sin que nadie le zarandee interrumpiéndole, un lugar mágico en el que  desenvolver su proceso mental hacia ese otro lado del encanto, que, como nos advertía el duende, quedó roto.
Esto viene a cuento y así me toca hoy escribirte un poco contrariado porque, ¡ya ves tú por dónde, llueve sobre mojado!, a vuelta de hoja de un libro escrito sobre estos temas, me he topado de nuevo con el archisabido 'descubrimiento' de que la mayor parte de las obras de teatro infantil publicadas se resienten manifiesta y, a veces, reiteradamente de ‘intención moralizadora’; 'descubrimiento' que deriva por parte de quien lo ha escrito en la clásica recomendación hacia los autores en el sentido de que abandonen o, por lo menos, suavicen sus moralejas, aunque casi nadie dice cómo.
         Es algo acerca de lo que ya hemos hablado en varias oportunidades durante nuestro epistolario, Kike. Llamaba nuestra atención, ¿recuerdas?, esa peculiaridad algo secreta, como de conspiración ocultista no reconocida por nadie, que refleja esto de la 'intención moralizante', ya que no es un impulso espontáneo, desvinculado de un cuadro de intereses más organizado; puede llegar a ser toda una estrategia que, con cierto grado de predisposición, como mínimo, se articule en tres fases:
ü     El aleccionamiento. Proposición por la que alguien dicta lo que está bien y lo que está mal, en relación con el tema que estemos desarrollando.
ü     El concepto trillado. Intervención mediante la cual el aleccionador suele apoyar su trabajo de imbuir cuanto pretende aleccionar, consistente en un procedimiento preparatorio a la moraleja, por el que simplifica las ideas a desarrollar y acontecimientos que la apoyan, resaltando por tanto intencionadamente aquellos aspectos que contribuyen a reforzar el aleccionamiento. No contento con llevar el agua a su molino, quien trilla el concepto suele ser insistente, a veces poniendo cara de bobo, lo reconozco, incluso al escribir o al actuar, reiterando su intervención desmenuzadora y tendenciosa hasta que, parecido a lo que el trillo hace con cuantas gavillas le echen, haya convertido en trizas las ideas, transformándolas además en una especie de papilla con la que resulta más fácil la digestión.
ü     La moraleja. Sentencia con la que el aleccionador sella su labor definitoria, asignando un premio si se ha actuado bien, a su parecer y en relación con el dictado del aleccionamiento, o un castigo, en caso contrario.
         Sí, ya hemos hablado de ello, desde luego(1). Hasta hemos analizado algunos ejemplos; incluso, propusimos una estrategia(2) para suavizar la influencia de este mecanismo; estrategia contenida en un par de obras de teatro escritas hace más de veinte años (3), lo que quiere decir que este asunto ya es antiguo.
         Empero, lo que más me duele es que, como te iba diciendo, esta ‘intención moralizante’ suele ser achacada al autor, cuando, siendo cierto que es quien la introduce en el texto, no es menos cierto que él no es el dueño del destino final de su obra: la publicación y la representación, tanto por escuelas como por grupos de teatro. De hecho, escribir una obra no es nada más que el principio de la cadena.
Es ahí adonde quería llegar yo, que he sufrido en mis carnes bastante dificultad para publicar mis obras y te quería decir que, paradójicamente a ese secular rechazo demostrado por una amplia representación del círculo dramático-pedagógico hacia la moraleja, en la selección que hacen unos y otros, a editoriales y grupos de teatro preferentemente me refiero, he detectado que, en definitiva, cuenta ‘lo que quiere decir la obra’ y lo buscan y, si se encuentra este ‘lo que quiere decir la obra’ sintetizado en una sentencia moralizante, en un aforismo tan breve como contundente, aún mejor; en ese caso, el seleccionador suele seleccionar lo que está leyendo, moraleja incluida, sobre todo, si coincide con su prisma personal acerca de la cuestión de que se trate... y resulta que en esa debilidad, Kike,  caemos bastante a menudo todos, tanto tirios como troyanos, religiosos y laicos, políticos y apolíticos, izquierdas y derechas. En lo más recóndito de nuestro corazoncito, algo se agita y nos enternece o nos exalta cuando uno de los personajes se dirige al público y lanza una sentencia moralizante y hasta una batería de sentencias, si ello se considera preciso para trillar más y mejor; especialmente, si encaja con nuestros sentimientos e ideas. Solo nos molesta en el caso contrario, ¡qué caramba!
         No importa que sea evidente, que incluso, en un ‘aquí estoy yo’ para lanzarnos la sentencia, el actor enarbole el dedo índice con la empecinada intención de dictarla más solemnemente aún, si cabe. Al final, resulta que lo cierto es que nos gustan las sentencias aleccionadoras cuando se ajustan a nuestra forma de ver las cosas y abominamos de ellas en caso de que no compartan nuestro punto de vista. Es así de sencillo. ¿A qué viene tanto quejarse? Aquí, el que paga, manda y el autor únicamente se puede sentir pagado viendo publicada o representada su obra, ¿o no? En la realidad que nos toca vivir, solo existen las obras que son editadas o representadas, aunque sea ésta una afirmación que a mí me hiera especialmente, dado que, como te he venido diciendo, siempre he padecido verdaderas fatigas para publicar. En definitiva, lo que vengo a decir es que, sin privarle de su responsabilidad, el autor no es el único causante de este desaguisado y que editoriales, maestros, grupos de teatro y jurados de premios y algunos convocantes también, con sus gustos, reglas y decisiones mucho tendrán que ver en ello. ¡Digo yo!
         Date cuenta de que, hoy en día, en los circuitos teatrales infantiles conviven en proporción similar, obras escritas por un autor con obras elaboradas por el propio colectivo teatral que ha realizado el montaje y no por ello se puede afirmar, a la vista de lo que se puede presenciar, que haya disminuido significativamente la frecuencia de la moraleja sobre nuestros escenarios. De ello, somos culpables todos, tirios y troyanos, insisto, cada vez que la pasamos por alto porque nos viene a pedir de boca ‘lo que dice’. No te olvides de que somos humanos, imprescindiblemente humanos.
         De tal suerte eso parece ser así, que me induce a  sospechar que, aparte de honrosas excepciones, se publiquen o representen en mayor proporción obras cargadas de sentencias aleccionadoras que obras cuyo autor haya intentado evitarlas u obras cuyas lecciones gusten a unos y a otros no, siempre que a quien gusten sea quien haya de tomar la decisión de sacar del anonimato artístico aquella letra inédita.    
Algo me dice, Kike, a estas alturas de la contienda, que las más difíciles de ‘colocar’ son aquellas que, a primera vista,  no intentan lanzar el órdago de la trascendencia, por más que dispongan de una estructura dramática bien amueblada que incite a un trabajo intenso y riguroso. No se lleva este año que no se quiera decir algo aparentemente concreto, aunque el texto se apoye en una acción dramática que dé pie a un trabajo de reflexión mucho mayor porque invite a ir más allá y lo propicie. En este sentido, resulta difícil explicar que el mejor propósito consistiría simplemente en hacer pensar, ese pensar con los sentidos, no en endilgar en escena un pensamiento ya construido, aunque intuyo que este planteamiento precisa de una sensibilidad y una experiencia especiales para lograr desvelarlo al enfrentarse a un texto de este tipo. De otra forma, una mera lectura normalmente no permite desentrañar del texto algo cuya verdadera manifestación suele darse durante los ensayos de la obra de que se trate.
No pasa nada. No te voy a descubrir la pólvora diciéndote que tengo el presentimiento de que tampoco dispongo yo de tanta sensibilidad o tanta experiencia como para exigírselas a los demás. En último término, este es el  mundo en el que nos ha tocado vivir. Resistirse demasiado no lleva a ninguna parte; solo que somos algo resistentes y sabemos que es nuestro deber decirlo: la de la moraleja, no es responsabilidad única de los autores. En todo caso, debe ser compartida y se ha de tener en cuenta que, no publicados o no tan publicados, debe de haber autores no sistemáticamente moralizantes o, por lo menos, no tanto y que, desde esa cuneta editorial a la que les margina su propia firmeza empeñada en evitar moralejas, les debe asombrar mucho y molestar algo más que alguien les tache de tal, cada vez que se asegura que los autores abusan de la moraleja, porque, ellos, en resumidas cuentas, también son autores y no la usan o hacen todo lo posible por evitarla y encima tienen que ver a otros que, no siendo autores, la patrocinan a diestro y siniestro, sin que nadie les señale por ello.
Pero ¿tan nociva es la ‘intención moralizante’? ¿Justifica nuestra crítica, nuestra preocupación? Pues, ¡mira por dónde!, en eso estoy de acuerdo con los acusadores por aquello que tiene que ver con lo que anunciaba al principio de esta carta cuando hablábamos del ensimismamiento. Bajo mi punto de vista, ‘la intención moralizante’ es una actitud a eludir o disminuir en lo posible, porque provoca una situación donde, de una forma u otra, se te ‘dice’ lo que son o como han de ser las cosas y sus consecuencias, dándote ya por sentado el resultado  de un proceso íntimo que el actor o el espectador podrían elaborar por sí mismos o, si tú quieres, deberían de haber desarrollado de pe a pa.
Apenas habíamos empezado a esbozar nuestro criterio sobre personajes y acontecimientos cuando viene un individuo con aire de suficiencia o con indescriptible ternura y, ¡zas!, nos zarandea e, interrumpiendo o desviando nuestro sendero mental, nos plantifica el resultado, sin dejarnos espacio ni tiempo para que elaboremos nuestros propios conceptos. No es un caso único en el ejercicio teatral; ya comentamos en una ocasión el efecto de la rutina sobre nuestro trabajo (4) No obstante y para tirar del hilo que nos debe llevar al ovillo, hay que decir que existe otro enemigo tan o más contraproducente para este proceso: el estereotipo. Creo que en esta ristra de cartas aún no había hablado sobre este indeseable fenómeno; será porque ya lo hice hace años en otros medios(5). Se relaciona también con lo que estamos comentando y no se me ocurre una forma mejor para explicarme que echar mano del mismo suceso real que me sirvió como muestra en aquella ocasión.
Notarás, amigo Kike, que me estoy remontando a muchos años atrás, son cosas de la edad, que todo empieza a hacerse algo viejo queriéndolo recuperar por si algo sirve y sábete que, aunque pueda parecer que gasto alguna inquina malsana hacia el maestro que protagonizó el hecho, la verdad es que no es así y no es porque los años hayan logrado suavizar la anécdota; guardo de siempre un grato recuerdo de él, de su honesta colaboración y de su gran capacidad para el Arte y para la Pedagogía, lo que no quita que mantenga también un cariñoso recuerdo sobre aquello que yo tildo de error, ya que, metidos en el quehacer, aquella persona me brindó un ejemplo claro a archivar en las estanterías de cualquier experiencia que se precie de tal. Me supuso la oportunidad de aprender en el tajo.  
La anécdota en cuestión, que te cuento a renglón seguido, se dio una tarde en la que estaba dirigiendo el ensayo de ‘Jonás, Jonás’, sentado en el patio de butacas, observando el desarrollo de una escena donde aparece el ‘Comandante Supremo’. La verdad es que la situación no era muy habitual para lo que se llevaba en aquel entonces, dado que quien interpretaba ese personaje era una niña(6) y no era una situación habitual solo porque fuese una actriz, ya que interpretar personajes de otro sexo es algo normal en el teatro y su historia, sino porque yo daba por admitido que ella le concediese esa dimensión de persona diferente con la que podía revestir el personaje desde su otro prisma, desde su prisma más personal... y lo hacía bien, la endina lo estaba haciendo bien... bajo mi punto de vista, claro, cuando, de repente, una voz retumba a mi espalda. Era uno de los maestros que clamaba lamentándose de la forma de actuar de la niña.
Estupefacto, no tuve tiempo de reaccionar, lo que permitió que el maestro, atravesando la sala en un abrir y cerrar de ojos, se plantase sobre el escenario, ante la no menos estupefacta muchacha, a quien le espetó a cajas destempladas:
“¿Tú no sabes cómo es un comandante? Pues se tiene que notar. ¿Que no sabes cómo es un comandante? (sic)

Tras aquel reproche, al buen maestro no se le ocurre otra cosa que ponerse más tieso que un ajo, remedando ese cliché de comandante que precisamente intentábamos evitar.
Podía haber protestado por aquella intromisión, por mi autoridad hecha añicos, etc, etc., etc., pero la verdad es que no dije esta boca es mía. Contradecir en público al maestro no me pareció algo conveniente. En cualquier caso, en aquel fugaz acontecimiento había un trasfondo mucho  más interesante que el hecho de que el maestro en cuestión hubiese zaherido mi pundonor. Me había mostrado en vivo y en directo algo que nunca se debe hacer, pero que, como pasa con todo, se hace. Solo podía agradecérselo; difícilmente se puede suministrar un ejemplo tan claro. Ni queriendo.
Para analizar este episodio desde mi punto de vista, mejor tener en cuenta cuatro factores que a mí me parecen importantes:
1.    En primer lugar, estamos empeñados en una tarea de elaboración y reelaboración, ¿te acuerdas? Estamos, como decíamos, propiciando el ejercicio de pensar con los sentidos.
2.    La niña estaba interpretando ‘a su manera’ su comandante, su comandanta, su comandantu o lo que fuera, construyendo el personaje, aplicando en la tarea sus conocimientos, su experiencia y su toque particular, ¿por qué no? Interpretando lo que para ella era el personaje, mientras modelaba una figura de comandante muy personal. Te puede gustar más o menos, pero la estaba fabricando ella, con su tesón, desde su óptica. ¡Estaba pensando y en ello empeñaba su esfuerzo!
3.    El maestro, en un rapto de fervor resolutivo, le interrumpe el pensamiento –lo cual ya es grave, reconozcámoslo; ha roto su sendero íntimo- y le plantifica un personaje ya construido de antemano, ya resuelto, resuelto y admitido, con mayor o menor tradición por la sociedad que le amamanta: un estereotipo. ¡Ah!, ¿eso es un comandante? y aquí se detuvo la búsqueda, la indagación, la investigación personal a la que tenía todo el derecho aquella muchacha.
4.    Ello da pie a lo que conocemos como sobreinterpretación, porque el actor se ciñe por pura comodidad al estereotipo, repitiendo el tipo de personaje que éste le brinda ¡dale que te pego! y, abandonando la indagación, tiende a reproducir el esquema servido (poniéndose también más tiesa que un ajo, en esta oportunidad). El personaje se soporta entonces en una interpretación esquemática que, al no proceder de ese análisis más personal, reduce sus matices y expresa como correcto aquello que ya es conocido, mimetizando el resultado de otros resultados ya observados, adocenando su trabajo.
Como todo, no es nada del otro mundo. Sin ir más lejos, ¿cuántos estereotipos de comandante interpretados por avezados profesionales hemos podido contemplar a lo largo de nuestra ya dilatada vida?... y ¡¡punto en boca!! Es más, ¡cuántos comandantes, en la vida real, adoptan su propio estereotipo, impasible el ademán y su contradicción: el ceño fruncido!
Si enciendes la tele – como conviene hacer de vez en cuando, con el propósito de constatar aquello que en realidad la audiencia traga– y, evitando en lo posible el desaliento, juegas un poco a ver qué dan, toparás frecuentemente con un presentador acerca del que, a poca atención que le prestes, te darás cuenta de que está interpretando el papel de presentador; hasta acaso exista un procedimiento de moda y se copien unos a otros e incluso se pueda dar que todos juntos hayan copiado del extranjero, que es lo que se suele hacer por estos pagos en muchos aspectos.
Antójaseme evidente, no sé qué opinas tú; no obstante, creo que se me entenderá mejor si propongo la observación del programa televisivo de la misa dominical...Como que tengo la ventaja de contemplar indistintamente la de castellano o la de catalán,  puedo localizar algunas coincidencias y disparidades entre ellas y te diré, sin la más mínima intención de faltarles al respeto, que me choca la forma de desenvolverse, las maneras, tanto del que dice la misa en catalán, como la del que la dice en castellano. Ambas actitudes son muy similares y diferentes a las que adoptan los propios oficiantes fuera de su cometido sagrado. Es algo curioso, pero salen al altar a leer los feligreses de a pie y, a la que se descuiden, adoptan la misma pose de bondad sobresaturada, de corte místico y porte hierático, hasta el tonillo que emplean es semejante en lo inexpresivo y monótono. En todo es igual.  Luego, al salir de allí, ya es otra cosa, porque eso de la mística en el ámbito cotidiano paréceme a mí que debe de consistir en algo mucho más complejo.
No me dirás tú, fuera ya de la tele, que, eso de adoptar una pose emblemática de su oficio, no lo has notado también en algunos maestros o en esos modales y maneras, aderezados de exquisita languidez que han de diferenciar por fuerza una dependienta de boutique de una pescadera o, sin ir tan lejos, de la dependienta de una mercería corriente y moliente. Y de los jefes, ¿qué me dices? Por lo menos, de algunos jefes, ¡ni qué decir tiene! Por lo visto, es algo que imprime carácter, creo que lo llaman así; lo cierto es que éste es un comportamiento que tapiza la vida misma y que no nos ha de extrañar. Por lo visto, también sobreinterpretamos nuestro propio papel; aquel que, en principio, debería gozar de una interpretación natural, pero somos así, ¡qué se le va a hacer! Tampoco tiene demasiado sentido que lo repudiemos especialmente ni se me ocurre pensar que quien caiga más en ello, sea persona más dura de mollera. Ni en esto del estereotipo y la sobreinterpretación ni en lo concerniente a la moraleja y sus subyacentes aleccionamiento y concepto trillado.
Al fin y al cabo, yo también coloco pensamientos con cierta voluntad epigramática al comienzo de nuestras cartas. Con ello intento sintetizar y aclarar parte del contenido, algo del significado, alguna referencia que cuelgue de lo dicho y de sus intenciones o que rellene algún vacío; lo que sea, pero también sentencio. ¡Puñetera manía! Solo espero que te quede claro que, como recurso, está mejor empleado aquí que en una obra de teatro infantil y que reconozcas la posibilidad de que, habiendo sentencias en las que solo se pretende llevarse el gato al agua, también las habrá donde la intención del dictador no ahogue la sugerencia  de la palabra y ayude a pensar. En cualquier caso,
ü      yo sentencio también,
ü      sobreinterpretas,
ü      aquel estereotipa,
ü      nosotros caemos machaconamente en la rutina,
ü      vosotros trilláis los conceptos que da miedo veros,
ü      ellos cierran cualquier proceso mental con la llave del candado de la moraleja
ü      y aquí todos zarandeamos que es un contento al niño que, ante nosotros, ha tenido el atrevimiento de sumergirse en sus propias sensaciones.
¡Qué semejantes en su destino final se me antojan todos estos conceptos que hemos entresacado aquí!
Aún así, ¡más se perdió en la guerra de Cuba! ¿Qué otra cosa puedo decir? Si te lo comento es para que veas que, en eso de trillar el concepto –porque, en definitiva, el estereotipo y la consiguiente sobreinterpretación no dejan de ser una manera de trillar conceptos-, hay más de un experto, aparte del autor y te lo comento asimismo para que, por pura comparación, quede claro qué es lo que me parece nocivo del uso de la moraleja; sobre todo, cuando aparece aviesamente combinada con el aleccionamiento y el concepto trillado.
Sencillamente que, si te dicen lo que está bien y lo que está mal (aleccionamiento), te lo dicen simplificando las ideas para adaptarlas al aleccionamiento y dirigirlas a la moraleja (concepto trillado) y, si todo este proceder se remacha presentando una consecuencia tendenciosa (moraleja), beneficiosa o perjudicial en función de que los acontecimientos narrados se hayan ajustado o no al dictado del aleccionamiento, al final lo que se propicia es, por puro encauzamiento como en el caso del estereotipo, la inhibición del acto de pensar o se busca que se piense menos, quizás para que se entienda mejor lo que se quiere decir o para que se abrace determinada actitud, fe o principio, con buena voluntad probablemente pero siempre propiciando pensar menos; es la detención del proceso mental del niño, como en el caso de la interrupción del ensimismamiento, no sea que, metidito en esa pompa de jabón en la que viaja, vaya a pensar una cosa distinta a lo que se pretendía. Es decir, se convierte en una herramienta contraproducente que aborta el proceso de pensar con los sentidos ante el que nosotros, tú, yo y algunos más, Kike,  estamos tan absortos como comprometidos, destrozando su ejercicio porque se desbarata una labor esencial: la reelaboración de nuestra propia percepción durante los ensayos o la representación de la obra. Lo mismo, insisto, que viene a pasar con el dichoso estereotipo y la consecuente sobreinterpretación.
Eso es lo que veo dañino, tanto en una cosa como en las otras. Espero que haya quedado claro; tan claro como lo que te decía acerca de que el autor no es el culpable o, al menos, a mi entender no es el único ni el máximo de esta dichosa manía que tenemos los adultos; ese extravío que nos impele a adoptar compulsivamente cualquier estratagema que venga más o menos a cuento con tal de que los niños no piensen más allá de aquello que nosotros esperamos que piensen.
Miguel Pacheco Vidal



(1)        
-       ‘Un juego en nuestro escenario’, (De palique con Kike-9), Ñaque nº. 16, octubre 2000
-       ‘Hacer   y   aprender’, (De palique con Kike-10), Ñaque nº. 17, diciembre 2000
-       ‘Escarmiento, más que otra cosa  o Stallone contra Fu-man-chú’, (De palique con Kike-14),  Ñaque nº. 21, octubre 2001
(2)       ‘Estructura dramático-pedagógica’, (De palique con Kike-13), Ñaque nº. 20, junio 2001
(3)       ‘Historia de una cereza’, Colección 'Teatro EDB'- EDICIONES DON BOSCO.- Barcelona, 1.982
‘Jonás, Jonás’, Colección 'Fuente Dorada'-  Valladolid, 1.988
(4)       ‘Entender con los sentidos’, (De palique con Kike-16), Ñaque nº. 23, febrero 2002
(5)       ‘Interpretación en el teatro escolar’; Acción Educativa, Madrid, núm. 52, noviembre 1.988.
(6)       [en el artículo anterior, para evitar identificaciones, comenté el tema como si fuese un niño]