De palique con Kike 27

(Artículo publicado en revista ‘Ñaque’, Ciudad Real (España); nº. 34, abril 2004)

   ¿Pardo o polar?  

Dentro de esa proporción que a cada cual le hace diferente a cualquier otro, la violencia en un muchacho viene a ser un saco de preguntas en forma de bombardeo de estímulos (léase, por ejemplo, la tele), para los que no dispone de suficientes recursos ni de algunos mecanismos con los que responder, en la medida que el fuelle de la energía que lleva dentro le exige.


¡¡Pardo o polar!! Cuando uno sueña, no sé si sabe que está soñando. Algo le hace decir por dentro que está metido en otra dimensión, de otra forma se moriría, pero, quizás por lo extrañamente chocante que resulta, a uno, ese uno que es uno mismo que nos atiende como si fuese un personaje ajeno, pero que vive más intensamente nuestra vida que nosotros mismos, le parece que está viviendo una vida más real que la que llamamos real. Nuestro miedo es más miedo, nuestra angustia, más angustiosa. El amor, más dulce, el anhelo, más universal... La agitada invectiva desborda las fronteras de nuestra percepción, que permanece como ofendida, inerme, prisionera de una inevitabilidad odiosa... ¡Bueno, qué! ¿Se va a decidir en algún momento? ¿Qué...? Que si se va a decidir de una vez por todas... ¿Pardo o polar? Es lo que hay... No puedo pasarme toda la noche esperando a que se decida...  Acaso mi estupefacción había logrado reblandecer su actitud, porque sosegó la locomotora  de su exigencia recogiéndose hacia atrás. Paseaba las manos por el prominente abdomen sobre el que reposaban, trazando afables curvas, unos más que generosos pechos. Había abandonado pasajeramente su adustez y me observaba solícita, concediéndome una nueva oportunidad, mientras, mirando hacia una nada inscrita en aquella realidad soñada, aprovechó para limpiarse las palmas de sus manos restregándolas contra el ensangrentado delantal. No pierda el tiempo. ¡Hágame caso, decídase! ¿Polar?, me insistía, girando en un porque sí, por qué no, una enorme pieza de carne colgada de la mugrienta pared. Al hacerlo, me mostraba, bajo la manga corta de su blusa desvaída, ese garbancillo que suele sobresalir en los codos de algunas personas obesas. ¿Pardo? Entre usted y yo, se lo aconsejo... es más fresca. La otra, la polar, corrientemente llega congelada o acabada de descongelar, que es peor. Puestos a reconocer, por lo menos lo más evidente, es de comprender que la polar venga congelada. ¿No le parece? Aún así, es muy sabrosa también... eso creo.., porque yo no estoy aquí para probar el género. ¡Se lo advierto!  Se daba a entender como un ser de redondeados mofletes, pero sus facciones no lograban dibujarse con claridad en aquel entorno patente pero inconcreto. Su cara no debe ser algo importante para la intensa e imponente realidad que estoy soñando. Apoyada en esa destreza con que gallardean frente a cualquier herramienta de corte las personas con unos cuantos quilos de más y merced a ese donaire especial que señorean cuando quieren, la mujer se secaba el sudor de su frente usando el dorso de una mano, al tiempo que, con la otra, extraía de la faltriquera un enorme cuchillo propio de carnicero, de hoja brillante y ancha y mango de nácar y lo hacía inventando un gesto tan grácil que, en lugar de cuchillo, parecía estar manejando un florete contra el viento. Sopesó la otra pierna con la mano que le quedaba libre, la de enjugar los sudores. No está nada mal, ¿qué le parece?... Y, ya le digo, es más fresca, aunque dicen que no tan gustosa. De repente, se le antojó que había sobrepasado los límites de su condescendencia. Seguramente, le habría molestado algo de mi actitud... ¡qué sé yo!, mis incorregibles dudas... Abandonó bruscamente la  pieza para que oscilara libremente, como un grotesco péndulo pintarrajeando horriblemente la pared. ¡Qué! ¿Se va a decidir o no? No me sale la voz ni a la de tres. Me convenzo de que no puedo hablar. Ya hago esfuerzos, ya, pero no hay tu tía... debo tener la voz ubicada en cualquier parte de mi cuerpo, vete a saber dónde, porque no la localizo. Algo en mi garganta resbala, se escurre, cediendo a la presión inútil de la musculatura del cuello, como si me estuviese desgañitando en falso, gritando en una mudez impuesta por mis propios espasmos envueltos en el sudor de la imposibilidad que baña mi angustia por no poder decirle a aquel personaje impenetrable que no quería pardo, pero que tampoco quería polar, congelado o no, porque, más allá de la alternativa polar o pardo, yo no quería, no quiero comer carne de oso. ¿Me comprendes, Kike? ¡No quiero comer carne de oso! Además, prefiero no comer carne en sueños... ¡de ningún tipo! Me sienta mal, ¡estoy seguro de ello! ¿Qué me importa a mí o me importaba entonces que fuera de oso pardo o de oso polar?
¡Menudo sueño me espera, no sé qué me da que va para pesadilla! Nadie se libra tan plácidamente como desearía de sus entreveros nocturnales. En ocasiones nos vemos obligados a permanecer en esa irrealidad muy a pesar nuestro, divagando a trechos, sin saber ni poder intuir hacia donde se dirige nuestra imaginación y sin cosechar ningún significado preciso ni aproximado aún ni razón alguna por la que uno se ve aferrado a una historia rocambolesca; en alguna oportunidad no hay historia, solo rocambolesca situación. Pese a ello, parece que esta elección impuesta entre pardo o polar va cobrando algún sentido a medida que avanza la soñarrera, porque esta es la sensación que me invade muchas veces en mi vida, la otra, la real, continuamente... ¡Así, que en sueños, más! Siempre hay alguien que pretende venderte la burra o que te vende la moto porque sí, con toda la convicción (o al menos, eso ha de parecer) de que lo que tú necesitas por encima de todo, es una moto, aquella moto o esotra burra y se limita a ofrecerte en estrecho margen: ¿verde o azul?, ¿cojitranca o patituerta?, porque lo demás está ya resuelto. Está ya decidido, se ha decidido por ti, en vete tú a saber qué logia de los gustos y de las necesidades. Cada vez más piensan y proyectan que sienten por ti, dalo por cierto.
Por eso, yo intento andar con mucho cuidado cuando elaboro cualquier trabajo, cualquier obra de teatro (que son pocas, estarás de acuerdo conmigo y debe ser por esta razón, quizás) o tan siquiera cuando propugno (que ese es mi trabajo principal, eso creo yo) que en la Escuela se experimente el Teatro y que, para ello, se use el texto escrito por mano ajena (es decir, de un autor no perteneciente al colectivo que esté llevando a cabo la experiencia), prestando toda la creatividad y todo el respeto que el asunto merece e intento andar con cuidado, otra cosa es que lo parezca o, en definitiva, resulte, porque me pongo en el lugar del maestro (del maestro o maestra de verdad, esos que están día a día metidos en la brecha) y procuro no hinchar demasiado las velas de mi bergantín, porque, encima, eso, soy un pequeño bergante que lanza sus propuestas para que otros se las vean y se las deseen. No es del todo así, como tú sabes, las cosas en su sitio, porque cierto es que me he pasado treinta años de escuela en escuela y de grupo de teatro en grupo de teatro, arremangado, en el charco. Quizás por eso, sea más sensible a este asunto y, aún considerando el esfuerzo que normalmente me ha costado su elaboración, me vea inclinado a pedir sinceras excusas cada vez que ofrezco alguno de mis trabajos.
Pero, parece ser que los francotiradores, como tú y yo, no somos los únicos causantes de esta asfixia. Es más, tengo la sensación de que, si hay algún causante de la sobrecarga que se produce, éste se debe situar preferentemente en la buhardilla oficial de la Educación, en esa estructura regular que apoya la organización educativa; por supuesto, más que en nuestro recoleto ámbito francotirador.
En este sentido y, ya que estamos navegando aún en el mundo onírico, te contaré con voz surrealista que hace poco y no voy a decir cuando ni voy a decir quien, en virtud de resaltar el esqueleto de lo acontecido y, así, convertirlo  en más universal... Como te decía, hace poco tiempo una entidad administradora, preocupada por el fracaso escolar reinante en el reino de mis sueños, encargaba una encuesta, cuyos resultados implicaban a profesores, padres y alumnos, dándose la curiosa consecuencia de que los dos colectivos nombrados en primer lugar se culpaban agriamente entre sí del mencionado infortunio, mientras que el tercero, el más protagonista del asunto, porque, al fin y al cabo, es quien fracasa o no fracasa, asumía por completo su responsabilidad en el percance, ya que reconocía que, simplemente, no trabajaba lo suficiente para evitar el fracaso.
Creo que, durante mi duermevela, los dos colectivos enfrentados seguían peleando entre sí con el desenfreno de cíclopes enfurecidos, cuando, ¡no te lo pierdas! , aparecía, aprovechando quizás el estado de opinión creado y el desconcierto propio de la pugna, la pretendida solución por decreto; decretado seguramente, no lo sé, la verdad, por la misma entidad que encargó la encuesta en la agitada oscuridad de mi imposible descanso. A mí, lo que me escama de todo esto es que, al margen del acierto o error implícito en las medidas dictadas, la gestión de la mencionada entidad, posiblemente responsable ella de la mayor parte de las estructuras educativas implantadas en el país de mis sueños, no apareciese criticada en los resultados de la mencionada encuesta. No debe ser verdad cuanto digo yo, porque, ¿Quiere decir esto que la entidad en cuestión no había tenido nada que ver con el fracaso escolar de todo el reino? ¿Quiere decir que los encuestados, muestra de la población definida en la onírica encuesta, no se lo achacan? ¿Es posible que la gente, dormida o despierta, crea que no existe incompetencia a ese nivel? ¿Se olvidaron de mencionar la entidad los diseñadores de la encuesta u omitieron a gusto el detalle? ¿Se detectó el indicio de culpabilidad, pero los medios de comunicación del país de mi sopor profundo lo callaron o resaltaron aposta el enfado de padres contra profesores y viceversa y la noble confesión del pródigo alumnado, por ser noticias más excitantes en aquel mundo irreal, inventado por mi calenturienta imaginación nocturna?
Ya digo, llama la atención que, al poco tiempo, cayese un decreto... y, llanamente, soy un consumidor de la tele, después te diré por qué y a lo que sus titulares me lanzan, me atengo. Además, en estos terrenos no hay que ser muy precisos para acertar. Entre otras cuestiones, porque estamos en los entresueños y lo que importa no es el caso concreto, es el esquema, dejarlo claro para que no  nos la den con queso, porque el caso concreto es cada vez diferente y, encima, nos lo cambian visto y no visto, a placer, y puede que lo que se busque, en el fondo, no sea influir en la Educación para que ésta sea mejor, sino colarnos cualquier otra pretensión, como sería el caso de implantar un método distinto de clasificar y medir con el fin de que las cifras del fracaso disminuyan oficialmente, así, por arte de birlibirloque, dejando tranquilos a los consumidores de la Educación y, claro está, a sus gestores; algo parecido a lo del cambio de la fórmula del IPC, digo yo. ¡Vaya, que en Educación nos han colado también las rebajas! Claro está que todo esto está ocurriendo en sueños, no sé por qué te voy a preocupar...
Verás, es que a mí me parece que, en mi mundo soñador, una de las funciones de los organismos educativos, incluyendo ministerio, consejerías, instituciones pedagógicas, etc., es la de capacitar al alumnado para afrontar el mundo real, el consuetudinario ‘formarse para el día de mañana’. Proyectar y gestionar en este sentido es una de las labores que la sociedad les encomienda. Pero, como la propia realidad dicta dentro del calidoscopio fantaseado en mis sueños, la organización educativa, aún estando de acuerdo con la función que le hemos asignado, se percata de que no puede abarcar toda la realidad ni todas las formas de contemplarla; por lo tanto, ha de optar entre el infinito mosaico que compone esa realidad, fragmentándola, eligiendo parcelas, extrayéndolas de su contexto, diferenciando, imprimiendo prioridades e importancia y adoptando unos métodos para abordarla y desechando otros. ¡Anda que no he dicho cosas en un momento! Y, encima, me habré dejado un montón... ¡Por pedir que no quede! ¿Qué puede subsistir entonces de la realidad al final de este camino soñado? De esa realidad con la que tendrá que lidiar la persona que ahora es un alumno en mi viaje nocturno.
No obstante, me doy cuenta de que lo que más me preocupa de todo esto es la lentitud en todo el proceso, una sangrante parsimonia que amordaza esa organización que pretende enseñar (y yo creo que lo consigue en bastante proporción y ocasiones, gracias a la aportación de sus peones de ataque), esa lentitud en la elaboración de nuevas soluciones que debe idear ante cada nuevo planteamiento, dentro de ese presente que momento a momento la sociedad nos impone.
En mi profundo sueño, entidades todas de ese más allá están empeñadas en una ingente tarea de perfeccionamiento del lenguaje de todo el colectivo que deambula por mi inventado escenario. Desde el primer maestro con el primer ejercicio, hasta la Real Academia, Instituto Cervantes, bibliotecas todas, la Universidad y escuelas de todo tipo, con sus profesionales especializados en la enseñanza de Lengua y Literatura, pasando por una legión de inspectores, editores, correctores, programas culturales, críticos, miembros de jurado... constituyen una magnífica pléyade que, en forma de portentosa pirámide, se encarga de favorecer, ante todo, el desarrollo de la sensibilidad en nuestros alumnos, de manera que estén capacitados para que no les den gato por liebre, que sepan distinguir entre una propuesta literaria y otra y que sepan disfrutar al máximo de la riqueza que, a raudales, de la buena literatura mana.
También deberían formar parte de este regimiento las cadenas de televisión y sus programadores, pero es tan poca la carne que ponen en el asador que, salvo alguna excepción, tan escasa como honrosa, más vale que no conste aquí.
El niño que aprende Gramática, ese bello rompecabezas que nos descifra, como quien no quiere la cosa, el intríngulis de la corrección de nuestra palabra; el niño que aprende y ejercita el acerbo de nuestra Literatura; el niño que recibe consejo y alimenta los escarbillos de su sensibilidad literaria; el niño que lee varias piezas literarias durante el curso para ensanchar sus conocimientos acerca de esta vida; el niño que estudia nuestros preclaros literatos y que se recrea distribuyéndolos y clasificándolos en estilos, escuelas, épocas; el niño que recibe, de una forma u otra, toda la información y todo el asesoramiento de esa incontable cohorte, esa pirámide de cruzados del saber, entendidos, estudiosos y enseñantes que se encargan de cultivar sensibilidad y conocimiento del chico, para protegerle de las agresiones de la mediocridad y para dotarle de mayor talento para el goce; ese niño que, todavía dentro de mis sueños, ya se ha convertido en muchacho y que, gracias a la pertinaz intervención de profesionales y voluntarios encomendados para este asunto, está capacitado para leer, para distinguir e, incluso, clasificar  y para disfrutar de la buena lectura... ese muchacho, extrañamente cada día, no en el día de mañana como podríamos pensar, sino en este día de hoy, como en el de ayer, aún en edad escolar, lo que hace, justo al cruzar la verja del colegio, cada tarde, si no se entretiene con cualquier otra distracción, es ir a casa y enchufar la tele y, por la noche, se va a dormir sin leer una sola página de un libro e hinchado de programación televisiva, para la que normalmente no ha recibido ningún adiestramiento ni recurso por parte de la Escuela ni tiene a su disposición una pléyade de profesionales que le asista, como se da el caso en el campo de la Literatura.
Estaré de acuerdo en que la televisión es mucho más cómoda y mucho más atractiva por ligera (yo diría que de cascos) y que, por lo tanto, tiene todas las de ganar, pero eso no excusa un pequeño reconocimiento de que puede que, por nuestra parte, algunas cosas no se hagan del todo bien y que hayamos logrado convertir la Literatura en un pedestal desde el que es difícil transmitir el amor que su esencia merece; quizás por haber consentido en que se impregnara del aire propio de un espacio oficial, con lo que habríamos logrado atesorar mucho prestigio, pero, asimismo, más aburrimiento que el de un escaparate de bastones ¡y lo que no voy a permitirme ya es aburrirme hasta en sueños!
¡A lo que íbamos! En mi soñar se hace evidente – quizá, demasiado evidente, por eso pienso que mi sueño es muy exagerado- que existe una clara descompensación entre ambas demandas de la Sociedad. No es que diga que sobra ni una sola pizca de la labor educacional empleada en el ejercicio de la sensibilidad literaria, ¡toda es poca!, ni tampoco abomino expresamente de la pirámide profesional, lo que sí digo es que falta, de forma estruendosa, la debida atención en la Escuela hacia una situación intensa a resolver –más intensa por invasora, por lo menos, que la suscitada por el universo literario, por la Literatura, reconozcámoslo de una vez por todas-, situación planteada por una realidad ineludible, el Cine y la Televisión y que la Escuela, de la manera exigible, organizada y proporcional, no ha sabido elaborar ninguna respuesta ante tamaño fenómeno durante los más de cuarenta años que el prodigio convive con nosotros.
Por eso, te expresaba mi preocupación por la morbosa lentitud y por ese inconcebible mirar hacia otro lado que demuestra la Escuela en su camino de adaptación y me refiero especialmente  a cuantos lanzan normas en ella y las vigilan, no tanto a quienes tienen que aplicarlas en la trinchera, donde silban balas. Y, por eso, te decía que, si alguien fracasa, al menos, en mi sueño, no son padres ni maestros ni alumnos, son los otros, los que además tienen la potestad de encargar una encuesta. ¿Cabe mayor fracaso que, después de más de cuarenta años de convivencia, en el caso de la tele, de más de ochenta en el del cine y de la intensidad y ese aquí te pillo, aquí te mato con que plantean ambos su presencia en la Sociedad, los órganos rectores de nuestra Educación no hayan sabido  situar el fenómeno en el lugar que le corresponde, de acuerdo con dimensión y fuerza de su permanencia y darle una respuesta didáctica debidamente estructurada para que ese muchacho de quien hablaba pueda acoger con criterios de calidad esa invasión inevitable y convertir en un beneficio lo que pinta una agresión o, cuando menos, sacar el mayor provecho posible. Ya lo decía mi abuelo: ‘En esta vida hay que formarse un criterio de las cosas...’ A lo que se apresuraba a añadir: ‘...lo más amplio posible, ¡pero un criterio!’ ¡Ah!, y, cuando digo ‘respuesta didáctica debidamente estructurada’, no pido que se pongan en marcha métodos de enseñanza para los lenguajes cinematográfico y televisivo, que sean imitación de los empleados con la Literatura. Cine y televisión exigen una estrategia específica.
Pero mi sueño persiste y, ¡lo que te rondaré, morena!, vacía en mi insólito escenario una incontenible tromba de imágenes, irreconocibles, de tan irreconocibles, siniestras... pero, ¿qué son? ¡Momias! Son momias enhiestas cada una de ellas en su sarcófago elegante, primoroso y curiosamente informatizado. Son momias que están al día, pero que no dejan de ser momias con todo su golpe de faraónica informática sin salir del sarcófago, lo que ya se asemeja a un trabalenguas, sin darse cuenta de que, para que las cosas cambien, si es que verdaderamente quieren que cambien las cosas, tendrán que exponerse a salir de sus bruñidos sarcófagos y enfrentarse al polvo y a la luz que les asigna una realidad ajena a la que pulcramente engarzan dentro de sus informatizados sarcófagos. ¡Qué sueño, santo cielo! ¿Cómo se perpetúan? ¿Es concebible que no nos hayamos percatado de esa imperiosa necesidad, simplemente porque -¡y no hay nada que hacer!- con el actual esquema vital y organizativo, no somos capaces de detectarla ni de definirla ni mucho menos de esbozar una estrategia que resuelva, mejor o peor, pero en consecuencia?
¡Vaya con la pesadilla! Está claro que a la estructura que actualmente tiene potestad sobre este terreno no hay forma de hincarle el diente. No parece sensible a importancia y gravedad, al menos, en mi inconsciente visión. ¿Existirá para ello algún motivo que resulte inalcanzable a mis entendederas, aparte del consabido: que los árboles no dejen ver el bosque? Ya me salen motivos, ya, pero, ¡por amor de Dios!, no me atrevo a ponerlos sobre un papel... ¡ni en sueños! En todo caso, no nos rasguemos las vestiduras, probablemente es ésta una consecuencia de la condición humana que casa con aquello de perderse entre las ramas o, quizás, detenerse a discutir acerca de si son galgos o si son podencos.
Mientras, las imágenes avanzan abarrotando el escenario, sin que nadie mueva un dedo, ¡ni pestañear siquiera!, por ajustar el paisaje a la demanda de la realidad que se impone constantemente y sin que nadie ofrezca recursos con que proteger al muchacho que esta viendo la tele todas las tardes desde hace tantos años. Los ocupantes de los sarcófagos, ¡que si quieres arroz, Catalina!, impávidos, omiten la cuestión centrándose en lo que ven en la pantalla de alta definición de su ordenador, tecleando pequeñas y extrañas dicotomías, falsas encrucijadas del estilo ¿pardo o polar?, sin progresar lo más mínimo en la senda de poner un poco de orden en este pernicioso contrasentido y, eso sí, sin preocuparles un comino la agresión que padece la sensibilidad del muchacho abducido por una vorágine invasora para la que su espíritu no está preparado. Cabría pensar que, en este sueño y para cerrar el asunto, se deba tener en cuenta que este tema de las sensibilidades debe ser atendido con una estrategia organizada y que, siendo éste un asunto muy especial, para idear alguna salida razonable, quizás sea necesario ser sensible también...  y resolutivo, además; es decir, no quedarse tan pancho nombrando una comisión para que se duerma en los laureles.
Y ahora y para acabar, no me vengas con la monserga de que, en lo concerniente a lo de la agresiva invasión, no habrá para tanto. Te comentaba, Kike, al inicio de este sueño, que yo tengo el vicio del zapping y que, durante su ejercicio y si aplicas en él tus cinco sentidos, te puedes convertir en privilegiado testigo de algunas cosas curiosas que ocurren a pantalla abierta, alguna de las cuales te sirven en bandeja la conclusión, la terrible conclusión, de que este problema es bastante más grave  de lo que parece. Mira, no nos enrollemos más: toma el mando de la tele, en tu casa, de León, ¡tómalo, hombre!, yo, en la mía de Barcelona, a una hora  de buena audiencia, enciende la televisión, yo también y date un paseo, como yo lo hago en mi barrio, La Font de la Guatlla, en mi plácida vivienda, arrellanado en mi confortable sofá, por todas las cadenas a las que puedas tener acceso y, una vez ejecutado el frenético periplo, apágala. Vuelve a realizar la misma operación cada media hora y, si estás atento, que a veces no lo estás, habrás de reconocer que, si has tomado buena nota de las imágenes que has percibido –publicidad no cuenta para esto-, es más que probable que una de las más frecuentes haya sido la de la brillante tela sintética o de popelín de la camisa de un policía estadounidense o la de un coche patrulla de la policía estadounidense también, con luces intermitentes incorporadas a la escena en bastantes ocasiones. ¡Y qué me dices del fiscal del distrito, personaje señero donde los haya!
¿Se produce la coincidencia? Pues mira, lo que me molesta es, de un lado, la imagen del abuso legal, la vacuidad y lo tendencioso, el garrotazo y tentetieso, cómo se legitima, cómo se patrocina su aceptación, dando a entender que es una circunstancia normal y corriente, consustancial a nuestra realidad más inmediata, admisible por lo habitual; de otro lado, la recurrencia, es decir que, la falta de imaginación y esfuerzo, provoque que, cada dos por tres, me repitan infructuosamente cualquier tesela comunicativa, esa gran monotonía en argumentos y temas, la policía, dentro de lo que estamos analizando y, de otro, que trasladen mi realidad, estadísticamente hablando, a un solo lugar del planeta, constantemente a los EE.UU. y no te digo nada si centramos nuestro análisis en los dibujos japoneses, que ya sé que a ti no te han pasado por alto en tu prospección televisiva y que no se te escapa que tendríamos materia de charla para rato... ¿Acaso se te antojan triviales las previsibles consecuencias de este insaciable ametrallamiento?
No obstante, te debo aclarar que no me molesta el traslado de mi realidad, a la postre, ¡qué más da!, estaba soñando, ¿o no?; en este sentido, lo que me molesta es que no soy transportado a tramas que estén desarrollándose en otros lugares del mundo diferentes a los insistentes, aquellos que se empeñan en imbuirnos con tanto hincapié. Para monotonía, prefiero que me repitan un entorno más familiar: el de la Barceloneta, por ejemplo, donde yo no me sienta tan agredido ni tan persistentemente moldeado por una naturaleza muy distinta a la mía sin que nadie haya consultado mi opinión... ¡Vaya, que yo sepa!, porque con eso de las encuestas, quizás, algunas veces uno se deba dar por consultado.
Y ahora, te estarás preguntando, ¿a santo de qué te he estado largando el relato de un sueño que gira sobre la televisión y el cine, cuando el tema sobre el que solemos dar vueltas y revueltas en nuestras cartas es el teatro escolar? ¿Te acuerdas que en ‘De palique con Kike-17’(1) te  advertía de que más adelante te expondría una contradicción mayor, mientras sacaba a la palestra una de menor calado? Pues la paradoja que te he contado hoy en forma de sueño es la que te anunciaba en aquel momento. Espero que la consideres lo suficientemente gorda. Ésta es una razón, no cabe duda. Para reconocer la otra razón, has de tener en cuenta que, al hablar de la necesidad de establecer una estrategia específica con la cual introducir esta inquietud en el ámbito del aula, cuanto hemos conversado nos abre las puertas del próximo escrito, porque en él expondremos una propuesta que intenta acometer estos aspectos en las aulas, de forma específica, aunque ligada a la intervención de otros campos artísticos, que es más amena que el procedimiento tradicional, desde luego, que se apoya en el ejercicio dramático  y que se basa en la práctica de la comparación de géneros, técnica cuyo planteamiento iniciamos en la carta anterior. Se convierte este sueño en un eslabón de la cadena, el que contribuirá a conectar dos estadios en mi explicación de este modelo de actividad dramático-educativa. Seguiremos entonces, en el siguiente ‘palique’, donde presiento que andaremos, sino despiertos del todo, algo más despabilados.
En cualquier caso, la paradoja escolar es cierta, la presencia de Televisión y Cine es tan intensa en la realidad de cada día, como olvidada de forma reconocida y metódica en las aulas y mi convencimiento de que se deben tomar medidas urgentes es real como la vida misma. Por lo tanto, una vez visto, padecido y explicado, en la medida de mis posibilidades, este esperpéntico sueño, no me queda otro remedio que aguardar a que, antes de que esta situación alcance los cien años de indeseable e innecesario retraso, alguien tenga la dignidad y el coraje de coger el toro por los cuernos.
Esperando haberte transmitido la trascendencia de este asunto y mi sincera preocupación por la inoperancia que observo, aprovecho la oportunidad para enviarte un fuerte abrazo,
Miguel Pacheco Vidal

P.D.- Por cierto... Una vez metido en mi pellejo, dentro de mi sueño, ¿qué hubieses elegido tú? ¿Pardo o polar?

(1) ‘De palique con Kike-17’
Hermano que enseña, hermano que aprende”; Ñaque, núm. 23; Ciudad Real, abril-mayo 2.002